Tengo miedo, si, tengo miedo a escribir, no vaya a ser que no salga algo bueno.
Desconfío de mi, desconfío de mis resultados.
No tengo absolutamente nada que decir.
Me quedo mirando el paisaje, es francamente precioso.
Hay espacios donde la hierva crece salvaje y otros donde está cortada y me gusta.
El cielo comienza a cubrirse de nubes, amenaza lluvia.
Se oyen los pájaros celebrando su día, comunicándose o vete a saber para qué cantan, pero su canto me gusta.
De los perales empiezan a salir peras diminutas, todo sigue su ritmo.
Un perro toma el sol. El otro da vueltas detrás de los insectos. Acompañan mi soledad.
Los caracoles pasean por la tarima, un mirlo busca en la hierva comida.
Al fondo, el sonido de la lavadora funcionando.
Pasa un avión, hace mucho ruido y traslada mi imaginación a una guerra. Bombardeos. Gracias por no estar en esa situación.
Me levanto, tomo el oligoelemento.
Ha venido la gata, se lame tumbada junto a mi. Más compañía, afecto sutil.
Vaya¡ acaba de pasar una moto. Uf, menos mal, ya no se la oye.
Acaba la lavadora, cuelgo la ropa con el sol sobre mis hombros, lo agradezco y sonrío.
Miro a mi alrededor, no hay nadie, ningún sonido humano.
Que maravilla, aprecio el canto de los grillos, es Mayo, ya están de nuevo en el jardín.
El mirlo insiste en buscar comida.
Las nubes desaparecen, vuelve a calentar el sol.
Escucho la brisa, me dejo llevar.
Me traslado al Marruecos de hace ya más de 20 años. El canto de los grillos me ha llevado a una experiencia que tuve allí y que me sigue acompañando.
Iba por la carretera en coche mirando por la ventana. El paisaje era todo igual, no se apreciaba, salvo una tierra grisacea, arenosa, nada más. Aburrido, monótono si no hubiera sido por la novedad. La velocidad era lenta, el terreno carecía de asfalto, pero más rápida que si hubiera ido caminando.
No recuerdo cual fue la causa que hizo que parara y me bajara del coche, ah si¡ que comenzaba a anochecer y la vista amenazaba con ser espectacular. Me siento al borde de la carretera, paro mi ritmo, descanso y sin esperarlo, del horizonte van apareciendo colores, rojo intenso, azul, amarillo; entorno los ojos, casas de adobe, un gallo, unas mujeres y niños hablando, riendo, gritando. Absorta, se puede decir que olvidé el motivo por el que paré, me divertí experimentando lo que ese paisaje me iba regalando, lo que mi mirada tranquila, sin prisa iban descubriendo. De golpe, moví la cabeza enfocando mi vista a la puesta de sol y sólo recuerdo la paz que me invadió, la certeza de que no necesitaba nada más en ese momento, que todo está bien.
Me costó, como si dijéramos, volver en sí, es decir, levantarme y volver al coche. La sensación de que me iba a explotar el corazón de agradecimiento, aún la recuerdo. Mi alegría, riendo de lo que acababa de aprender, de que tan solo se trataba de parar, calmar mi prisa por llegar, y de lo bien que estaba.
Está la hierva plagada de margaritas, de flores pequeñas amarillas, pasa un coche y no hace demasiado ruido, casi ni le oigo.
Ahora es ya el momento de levantarme, de coger el metro e ir a trabajar sin olvidar entornar los ojos, sumirme en el entorno, en silencio y disfrutar de lo que me enseña esta vez.